Los recuerdos de la violencia de la que fueron víctimas, por parte de los grupos armados, están hincados en los corazones de muchos habitantes de El Remanso. El ímpetu por conservar sus vidas los reunió de manera forzada en este lugar, del que han hecho, desde hace 25 años, su hogar.
Semillero Contadores de Historias
Érica Otero Brito
Amelia Zúñiga tenía cuatro días de muerta cuando Sebastián, su hermano mayor, rescató su cadáver de una fosa común en la que había sido enterrada, en un punto conocido como El Frutal, cerca de la vereda Aguas Blancas, en Canalete, Córdoba, de donde había sido reclutada por un grupo subversivo. Falleció durante un enfrentamiento con el Ejército.
La muchacha tenía 17 años y un deseo encarnado de trabajar con el Gobierno para llevar prosperidad a su pueblo. “Era apenas una niña, sin experiencia en la vida. Ella me decía: ‘hermanito yo voy a prestar el servicio militar y cuando terminé seguro podré trabajar con el Gobierno’. Tenía aspiraciones, pero los jóvenes tienen un enemigo oculto por dentro que se llama la adolescencia, lo que hace que a veces vean todo bonito, y de pronto esta gente que es tan astuta le pintó pajaritos en el aire, algo que se parecía a lo que ella quería y se la llevaron engañada, como a los otros jóvenes, porque ellos no iban amarrados, pero sí engañados y eso es reclutar. Los expusieron como carne de cañón cuando se enfrentaron con el Ejército y todos murieron”, precisa Sebastián. Sus ojos no pueden contener las lágrimas. El tono humilde de su voz y su rostro mestizo plegado por las arrugas hacen notorio el peso de su tristeza.
A los 65 años, la apariencia de Sebastián es la de un hombre mayor, fatigado por tantos devenires, deseoso de ser comprendido y reconocido en su historia de dolor. En el patio de su casa, situada en la segunda calle a la derecha en El Remanso, rodeado de bellas plantas ornamentales que colorean el entorno, y sentado al lado de su esposa Maribel Ibáñez, se deja conocer como un ser sensible y creyente en Dios.
“Lo mejor es no odiar porque somos dos veces víctimas; somos perjudicados físicamente y mentalmente, el cuerpo tarde o temprano se enferma y los pensamientos negativos terminan por apagarnos el espíritu. Mis padres son ejemplo de eso, estoy seguro que murieron de pena moral por la muerte de Amelia; nunca se recuperaron de la perdida. Lo mejor es pedirle a Dios por esas personas que hicieron mal, dejarle la decisión a él”, expresa con tono de resignación.
Tras un silencio prolongado retoma con la voz quebrada: “Uno tiene siempre un hermano con el que es más allegado, ese era Amelia para mí, hablábamos y reíamos. Yo estaba trabajando en una parcelita cuando nos avisaron de su muerte y salí despavorido a avisarle a mis papás y a buscar su cuerpo. Después de ese momento duro, la vida en Aguas Blancas se tornó insostenible. Como familia empezamos a sentirnos perseguidos, vigilados; el Ejército nos preguntaba constantemente por qué mi hermana había muerto en esas circunstancias. Ellos indagaban, como es su deber, pero igual eso no deja de atemorizar. Total, por esa muerte tuve que dejar mi tierra y venirme para Arjona con mi esposa y mis dos hijos”.
A este municipio bolivarense llegó en 1990 buscando el apoyo de algunos familiares de su esposa que residían ahí. Por una década trabajó como jornalero de finca en finca hasta que en el 2000 llegó la propuesta de uno de los líderes políticos del pueblo, Carlos Tinoco Orozco. Era simple, él donaba las 240 hectáreas de tierra para que familias desplazadas que estaban desperdigadas a lo largo y ancho de Arjona forjaran un nuevo hogar; y estas a cambio lo respaldarían en sus aspiraciones públicas.
En esta aventura prometedora de una nueva vida se conoció con Oswaldo Enrique Moreno Salazar, presidente hoy de la Junta de Acción Comunal de El Remanso. Huir de los violentos los situó en el mismo punto del mapa.
Oswaldo Moreno debió abandonar, en una noche azarosa de 1995, El Veinticinco, el caserío donde vivía con su familia, en inmediaciones del municipio de Fundación, Magdalena. Tenía 12 años cuando los paramilitares se tomaron el pueblo. “Nosotros estábamos en una finca, a cierta distancia de donde quedaba el conjunto de casas. A lo lejos se escuchaban los gritos de la gente y luego las llamas y la humareda tensionaron más el ambiente; estaban quemando las viviendas. El miedo nos invadió. De niño, lo primero que uno hace es meterse debajo de la cama y eso hicimos mis hermanos y yo, pero mi papá al instante nos sacó. Él y mi abuelo fueron radicales: ‘¡Hay que irnos!’ y ahí mismo salimos a refugiarnos por los montes con temor de que se produjera un enfrentamiento entre los paras y la guerrilla. Al cabo de unas horas que se calmó la cosa emprendimos el camino hasta Turbaco, sin mirar atrás”.
Esa noche, los habitantes de El Veinticinco fueron víctimas del señalamiento de ser presuntos colaboradores de la guerrilla. “Es una cosa absurda. En el monte uno está expuesto al grupo armado que llegue, a los campesinos les queda imposible negarse a alguna petición que les hagan porque el castigo es la muerte, y en ese entonces estábamos en un punto de la geografía bastante golpeado por las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia)”, comenta.
A Turbaco llegaron a una finca en la que un tío trabajaba como administrador. Ahí estuvieron un tiempo hasta que su papá reunió los recursos para mudarse a una casa en Arjona.
“Mi familia siempre se ha dedicado al campo. Yo estudié mi bachillerato, pero la agricultura la llevó en mi ser; sembrar es lo que me gusta, por eso cuando nos hablaron de que había posibilidad de que el señor Carlos Tinoco Orozco donara su finca El Remanso a las familias campesinas desplazadas que estuvieran en Arjona fue como si Dios respondiera a horas interminables de ruegos por una oportunidad de volver a sentirnos estables en una tierra propia”, exclama en medio de una tímida sonrisa.
Oswaldo tiene ahora 42 años, es un hombre bajo de estatura, de vientre abultado, cara redondeada y poco cabello. Su amabilidad va de la mano con la vocación de servicio que asegura tener. Es líder social desde sus épocas de estudiante y El Remanso se ha convertido en su proyecto número uno.
De la finca original que les fue donada persiste el portón de la entrada que demarca el nombre y el inicio de un pueblo fundando para ser el nuevo hogar de 75 familias desarraigadas de sus lugares de origen. Hoy el número de familias que habitan allí ha crecido a 240 y entre ellas hay 35 que son indígenas zenúes.
“Los indígenas llegamos a El Remanso como una fuerza productora para el campo, hacíamos parte del cabildo Sueños de Libertad asentado también en Arjona y uno de los primeros que se formó en esta zona de Bolívar, con hermanos que salieron huyendo del resguardo en San Andrés de Sotavento, Córdoba; la mayoría huyéndole a los grupos armados, otros como en mi caso, que llegué a Arjona en 2004, buscando un mejor futuro para hacerle el quite a la pobreza. Trabajamos en muchas fincas de aquí y los compañeros campesinos al ver nuestra necesidad de casa compartieron con nosotros la tierra. En el 2017 nos constituimos como Cabildo Indígena El Remanso”, precisa Omar Terán, el capitán de este colectivo que vela por la preservación de las costumbres zenúes y la defensa de los derechos de sus integrantes.
Los zenúes le aportan diversidad cultural a la comunidad de El Remanso y le imprimen a la convivencia una nota de aceptación, tolerancia y unión que bien podría replicarse en el resto del territorio colombiano.
“Nuestros vecinos saben que nosotros tenemos nuestras propias leyes indígenas y ellos las respetan, aunque cuestionen algunas, como el uso del cepo para castigar a los que incurren en conductas inapropiadas o delictivas. Cuando hacemos festivales propios de nuestra cultura notamos que ellos disfrutan de ver los bailes y eso nos hace ser un solo pueblo”, enfatiza Omar, con una voz suave, pero sin titubeos y un poco presuroso de encontrar las palabras correctas para dejar claro su punto.
El deseo de preservar su nuevo hogar y el amor genuino por su nueva vida, mantiene a los habitantes de El Remanso remando hacia la misma dirección, buscar progreso. El 13 de diciembre de 2013 llegó la luz eléctrica al pueblo, con un medidor comunitario que pagan entre todos. El agua la suministra la Alcaldía con intervalos de tiempo de 15 días y a veces hasta por más de un mes. La depositan en tres grandes tanques elevados desde donde los sedientos llenan recipientes que luego jarrean hasta sus casas para cubrir las necesidades básicas. La escuela, sede del colegio María Michelsen de López, le brinda los años de educación primaria a 35 niños que son atendidos por la maestra Navis Guardo Hernández.
La comunidad está organizada; en ella viven al menos 80 jóvenes, lo que garantiza la continuidad de la vida en el pueblo. A su alrededor hay fincas porcinas, lecheras, crías de pollo de engorde, sembradíos de productos de pan coger: maíz, yuca, ají, tómate, entre otros; además, un cultivo de caña flecha de donde los zenúes extraen la materia prima para elaborar sus artesanías, como el sombrero vueltiao, símbolo de la identidad diversa de Colombia ante el mundo. Tienen aspiraciones que le dan vuelo elevado a sus ganas de seguir trabajando por un mejor futuro; por ejemplo, poseen un reservorio de agua, recientemente recuperado por la Corporación Autónoma Regional del Canal del Dique (Cardique), que quieren convertir en un área turística y complementar con una planta de tratamiento de agua para abastecerse más cómodamente del líquido.
A través de sus vivencias, los pobladores de El Remanso dan testimonio de que la vida necesariamente no termina por las penurias, en cambio pueden surgir oportunidades para sanar y crear nuevas realidades que perduran en el tiempo. “Así es. Nos sentimos agradecidos y contentos con eso”, asiente Oswaldo Moreno
Y de ahí en adelante el Remanso ha sido una comunidad que se ha querido dar a visibilizar, hemos tratado de que no nos vean como esas personas que salimos de allá y estamos aquí sino mostrare a los demás que a pesar de la violencia hoy somos una comunidad tranquila con dificultades pero pocoa poco hemos conseguido las cosas, antes no teníamos, tanques de suministro de agua, no teníamos luz, no teníamos servicio de internet, que la escuela no estaba ahí, era una casa de dos piss pero cuando repartieron su lote quedó así, los muchachos tienen una cancha donde hacen deporte.
Aquí la comunidad vive del día a día, los jóvenes de la comunidad son jóvenes sanos, dedicados al campo, que le gusta ganarse la vida con el sudor de su frente, algunos les gusta la construcción, a otros la jardinería, como por aquí hay muchos condominios, fincas lecheras, los contratan.
Nos hemos dedicado toda la vida al campo; ahora estudiantes de Producción Agropecuaria con El Sena, lo estamos haciendo hombres y adultos.
Yo estudié mi bachillerato, siempre hemos trabajando independiente, nos gusta mucho la agricultura, el cultivo, el pancoger, el sembrar.